He vivido cada día con toda la entrega que merece la vida. He tenido días en que mi alma se quedaba escasa y breve para contener tanta dicha. Y en ocasiones, he amanecido el más infeliz de los seres del planeta. No siempre he llorado con los que lloran. Reconozco haber mirado hacia los lados, desoír quejas y dolores ajenos. Procurando escuchar mi voz, o la de Dios puesto al caso, a veces he hallado el más absoluto de los silencios.
No cargo culpas, he llegado a entender mi finitud y fragilidad. La miseria de la condición humana. Mi impotencia y mi trascendencia en tensión permanente, en armonía no siempre prolija. Los desniveles, los detalles inconclusos no me acusan: me sonríen con mueca de complicidad que los desbaratados sólo entienden. He aprendido a contentarme y a saquear sueños cada vez que una oleada de adultez arremetió contra mi vida. Y he sacado mi alma al sol, para curar desesperanzas, desvelos, ironías.
Empujada por los constantes desafíos, jamás he dejado de aprender. Y he buscado en algunos de ustedes cierto rumbo cuando las encrucijadas se parecían demasiado a las apatías.
Hoy empiezo esta narración que pretende ser más nuestra que mía. Le había dicho a Luis que en una de esas me largaba a ventilar de aquí a octubre ideas y sensaciones que nos produce ser testigos de nuestra historia, de nuestra vida misma. ¿Para qué? Para recuperar memoria, para manifestar continuidades, advertir quiebres, callar dolores, gritar esperanzas y anunciar desvíos; para encontrarnos, para ser ahora, porque como bien dice Neruda, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.”
Nos veremos en octubre: será como sacar el alma al sol, despedir inviernos largos y extender los brazos a la vida.