Una historia de Claudia Checa Cabot narrada en parte, por Marcela A. Chaván.
Habíamos sido a decir de Atahualpa, una misma en la piel de la otra. Unidas por el segundo nombre, idéntico y por la cercanía en el listado alfabético, nos parecía que el destino, nos tenía como hermanas, desde antes que llegáramos al aquel recinto de Muñecas 219. Compañeras de pupitre por dos años habíamos aprendido a intuirnos y a festejarnos, a encubrirnos y adivinarnos conductas y pensamientos. Luego, siguiendo otras vocaciones, aquella convicción de destinos paralelos se fue disipando hasta que en enero del 2011 nos dimos una con la otra en pleno ciberespacio.
Los dedos que se deslizaban presurosos por el teclado, como tratando de redimir los años, las décadas en escasos segundos
-¿Y quién voy a ser? ¡Siempre fui yo!-
-¿Dónde vivís? ¿Te casaste? ¿En qué año? ¿Tenés hijos? ¿Qué edades tienen? ¿Y tu esposo, tucumano? ¿Y tus hermanos? ¿Tu vieja, bien? ¿A qué te dedicás? -
Pasan los segundos, nos vamos, las dos estamos entreteniéndonos, robándole tiempo a otras obligaciones. Volvemos a la noche, por email. La vida nos ha hecho prácticas. Practiquísimas. 27 de años de distancia no nos impiden pactar una cita en Buenos Aires, para la semana entrante.
Distingo desde lejos la parada. Está más flaca. Mi otra amiga, de su misma profesión, pero de Uruguay me dice: Ah….flaca de pelo largo. Porteña, son todas iguales. Ella es tucumana, le digo sobre el pucho como defendiéndola de un epíteto grave. Tucumana. Y rogaba por dentro que la adopción de la nueva tomada no fuera tan intensa. No quería quedar mal. Me acerco al auto, y siento la primera ola de alivio, tiene puesta sobre el vidrio de atrás, una calcomanía que dice algo así, como yo amo a Tucumán. Vamos bien, anticipo salir cuasi ilesa del salto de casi tres décadas. Viene a buscarme con los dos retoños que según sus palabras son lo mejor que hizo. Saludo a los tesoros, y no les doy opción: me presento como la “tía”.
Nos vamos por ahí, a comer. Las chicas juegan, comen, lloran. Nosotras hacemos lo mismo, nos reímos, hablamos y no dejamos que nos salgan las lágrimas, estamos demasiado contentas. Sacamos fotos. Sacamos historias. Buenos Aires está linda. Las calles populosas nos sirven de marco escurridizo para contar a grandes rasgos como es que estamos donde estamos y hacemos lo que hacemos. Fluidez. Como si la vida hubiera sonado su timbre de recreo, para que nos viéramos.
-¿Sabés que me acuerdo bien pero bien de vos? Le digo, al azar, para iniciar la conversación- Lo buena que eras en biología, esa hilera de notas altas que sacabas en los exámenes.
-¡Já!- Se ríe. Va dos pasos más adelante que yo. Yo todavía estoy medio Ezeiza, rogando no perder la conexión en aeroparque. Se ríe cortito al comienzo y luego va hilando sonrisas mientras habla. No deja de hablar. Tampoco deja de reír.
-Sí, los exámenes…- Hace una pausa. Mueve los ojos a los costados. He visto ese gesto hace veintisiete años atrás: algo me va a decir. Se acomoda y sigue:
-Vos sabes, he sido, vah, soy más intuitiva que el promedio, o al menos eso me demostró la experiencia. Y eso que he sido muy inocente. Creo que en mi época de estudiante la inocencia desplegaba sus alas haciéndome creer en vano que la vida era simplemente eso, el camino de casa a la escuela y al otro día volver a desandarlo en el retorno. No reniego en absoluto de aquella cándida ignorancia, al contrario- me dice entre ensimismada y distraída-. Las nenas juegan.
-¡Bendita bilogía! Nosotros tratando de desenmarañar ecosistemas, taxonomías y memorizando vertebrados e invertebrados a mil por hora y ella que parecía abuenarse con nuestra mención de algún capítulo de Pedro Zarur.-
Le digo que recuerdo bien el libro de Zarur, precisamente porque no lo tenía. Yo tenía Zoología de J.A. Dos Santos Lara. Me acuerdo bien del libro de Zarur: letras verdes, encuadernación de cuarta.
-¿Vos te acordás de Lerner?- me dice cambiando de tema
-¡Claro, si el país entero estaba enamorado de él!- contesto automáticamente sin dejar de tratar de hallar la relación entre Zarur y Lerner. Los dos comienzan con consonantes…ambos terminan con r. Intenta distraerme, la conozco.
-¡Cuántas verdades! “Que difícil se me hace, mantenerme en este viaje, sin saber a dónde voy en realidad”. Me rondaba la cabeza todo el tiempo, la misma pregunta ¿dónde voy? ¿Dónde íbamos todos con nuestra inocencia a cuestas y un bagaje de dudas constante y cambiante, propios de la edad y la época? Éramos verdaderamente simples y puros.- me dice lentamente, ensimismada.
-No sé- le digo perdiéndome en sus palabras. No sé si puros. No discuto lo de inocentes. Pero la pureza me parece que es un estado que sólo los infantes tienen.
-¡Candela! No, no le pegues a tu hermana- dice sin perder la paciencia-. Creo que la admiro.
-¿Ves? ¿Verdaderamente puros y simples? –insisto señalándole con la mirada y la cabeza las nenas que estaban peleando…La nostalgia podría estar traicionándonos en sobredimensionar la bondad intrínseca del ser humano.
-Pero en comparación a la maldad que da vuelta y te roza en el mundo adulto…éramos angelicales- insiste. ¿Te acordás de la de bilogía, no?- me dice en tucumano.
Los tucumanos preguntamos asintiendo, como exigiendo que el otro acuerde. No, no era una pregunta, en realidad era una orden camuflada.
No la recuerdo. Si recuerdo las clases, los libros. Los gráficos de los esqueletos de un conejo y una paloma. No hay caso, no logro recordar la cara. No importa. Ella sigue hablando. Me cuenta que los del biológico han hecho varias reuniones, que están apostando a la idea de algo grande. Me dice varios nombres. Los pone en fila india: Miryam Pedraza, Roxana López, Luis Guzmán, Gustavo Campero. ¿Te acordás de ellos no?- me dice otra vez en tucumano aporteñado. Lindo. -Ayudame a recordar a Luis Campero, le digo- como para ir ganado tiempo, confiando que a medida que hablemos recordaré quien es el bendito Gustavo Guzmán.
-¡Já! Se ríe y sonríe mientras aclara:
- Luis Guzmán, no es Luis Campero- Campero es otro. Y no es Luis.
-¿Tía?-Me dice la mayor- ¿Vos cómo te llamás?-
Me mira con esa inocencia que sólo los chicos tienen. Pureza y simpleza había dicho la madre hace unos minutos atrás…. Tal vez tenía razón. ¿Cómo te llamás? Me ha preguntado sin quitarme los ojos de encima. Quiero decirle: me llamo Marcela. Marcela Chaván. Marcela Campero. Marcela Guzmán. Marcela Pedraza. Marcela Ruiz. Marcela López, pero la voy a confundir. Tiene solo seis años.
-La tía se llama tía Marcela- le digo-. Pero quiero decirle más. Quiero decirle, por ejemplo, que no importa tanto el nombre como la identidad. Y que ni siquiera importa el recuerdo, sino la convicción de la conexión. Como cuando visité a mi abuela y le dije, Abuela ¿sabes quién soy?- Y ella retrucó desde su cama con una seguridad desafiante:
-Si sos la Marcelita, si no te he desconocido-
Pasaron dos minutos más o menos. Y con su mismo tomo certero me dijo:
- Anita, Anita ¿la señora que estaba aquí quién era?-
La capacidad mental de evocar rostros y nombres no es más importante que la identidad y la convicción de vida compartida. Ella era mi abuela aunque no recordara que estaba yo ahí, frente a sus ojos. Aunque me llamara por el nombre de mi tía; ello no me hacía menos nieta suya. No. Ese día no sabía quién era Luis Campero, o Luis Guzmán. Pero no importaba. Estaba convencida que habíamos pasado cinco años de nuestras vidas en el mismo reciento, y que nuestras vidas se habían tocado, como en sinapsis, si se quiere, transmitiéndonos un flujo similar de experiencias.
Quiero decirle más... pero ha dejado de mirarme y está nuevamente jugando con su hermana. Los chicos tienen esa ventaja: pueden dejar de prestar atención sin que se vean mal. Los adultos en cambio, tratamos de mantener la atención y la coherencia. Tal vez por eso reinicio el diálogo con la madre:
-Pero a pesar que la de biología te resultó tan imponente, de alguna manera, no te traumó- le digo tratando de balacear realidades.
-¡Já! Trauma no, se trata de otra cosa. Más por el lado de los desafíos, me dice mientras estira las manos como para que la entienda mejor. Le salen pirpintos de los ojos.
-¿Desafíos? No sé si te entiendo bien…
Por instantes, su alma se va de Buenos Aires y me cuenta:
-Era un día marzo, templado. Ella se tildaba de intolerante y exigente. Dueña de un carácter férreo, su sola presencia enmudecía hasta los insectos. Pronunciaba impetuosa:
-¡Señores, a mí nadie me copia!- Maldito instante, fue como si me dijera al oído “Dale animate a copiarme y vas a ver qué pasa, abrí la puerta y vení a descubrirlo”.- vos sabés siempre fui muy curiosa- me indica entre seria y sarcástica.
-Ese fue el puntapié inicial...Me dediqué a escrutar y elaborar el mejor plan con el sٴólo objeto de superar el desafío, “¡Señores, a mí nadie me copia!”. Esas palabras representaban un reto mayor y por dentro esa voz desafiante y jovial de la adolescencia que le contestaba -¡Vas a ver cómo te copio! Creo que estudié todas las posibilidades, reconocí el terreno, marqué planos, armé estrategias múltiples hasta seleccionar la mejor, me volví una experta en el arte de “los machetes”, por el sólo hecho de salir airosa del reto, levantar el guante y llevarme la gloria de haberle copiado a la incopiable.
¡Señores, a mí nadie me copia!- evoca una vez más. ¡Yo le copié y fue por puro gusto!
-¿Sabes?- me dice sin malicia- Era superarla en su norma y conquista y como corona obtener una buena nota. Aires de grandeza juvenil, de triunfo, como si pasara a la historia- afirma con súbito placer regocijándose en el recuerdo.
Baja la mirada; dibuja algo en el mantel. Está sentada ahí pero su alma anda en otro lado. Se afirma sobre los codos y me dice como iniciando otra historia:
-¿Y te acordás del 9 con la Iturre?
Nos reímos. Las nenes juegan. La tarde pasa. Buenos Aires está linda.
Tiene una calcomanía que dice amo Tucumán y yo sé que es nacida en Salta. Habíamos sido a decir de Atahualpa, una misma en la piel de la otra. Unidas por el segundo nombre, idéntico y por la cercanía en el listado alfabético, nos parecía que el destino, nos tenía como hermanas. En enero del 2011 ese mismo destino nos volvió a juntar. Se llama Claudia Alejandra Checa Cabot, pero yo le digo, amiga, hermana.
Marcela A. Chaván
P.D. ¿Y vos? ¿Hace mucho que no sabés nada de alguien de tu curso, alguien que no está en Facebook y quisieras ver en este reencuentro? ¿Y si te animás a buscar un poquito más? Yo sé que cambiamos, ¿pero qué tal, insistir una vez más? ¿Qué tal si le das una oportunidad al destino?